miércoles, 5 de enero de 2011

Tu BOcA sAbe a PoDRidO

Nunca jamás olvidaré ese día en que mis labios fueron tuyos dos segundos. Casi me desmayo, si es que no lo hice, mientras me dabas tu eterno beso.

La noche estaba avanzada. Tú, yo y otras gentes alrededor. Un pub muy concurrido nos ocultaba de la luz de las farolas. Injusta luz que recuerda tus defectos mal disimulados bajo un kilo de maquillaje y sombra de ojos.

Toda tú eres un poema.

Tu pelo butano resalta en la mañana. Tu prominente calva luce en la tarde. Tus canas se revelan ante la luz ultravioleta de la noche.

Tu mirada siempre perdida. No sé nunca lo que observas. En tus ojos se refleja la luz de las bombillas, nunca el de las estrellas. Las pestañas largas, pero postizas te producen conjuntivitis. ¡Tú y tu eterna legaña! El color de tus ojos es extraño. No encuentro el equivalente exacto para definirlo. Son de un tono similar al de una bayeta de cocina manchada de café. Puede incluso que se asemejen más al agua turbia que despiden las tuberías de tu casa. Tus ojos se pierden en ojeras fermentadas. Jamás he sabido si me miras a mí o al vecino. Sí, eres bizca.

Tus orejas moldean el viento. Planeas en la vida de la gente como una mosca verde. Esas orejas tuyas tan..., no sé..., apuntan hacia el cielo como una antena. No es casual que terminen en punta y que un rayo te cayera en la derecha cuando estabas en la cuna. Los pendientes ocultan dos verrugas, algo negras, no comprendo por qué. El día de tu comunión te hicieron miembro de honor de la Cofradía de la Virgen de las Velas. No nos extraña, ya que sobre tus pendientes de perla nunca cesan de caer gotas de cera que donas para hacer las velas. Todas tus hombreras están amarillas y no, no es ninguna moda. Lo único bueno es que tus orejas de soplillo son buenas antenas para captar emisoras de radio, y aunque parezca mentira, se ponen coloradas cuando te miras.

Tu tez es oscura, áspera, curtida por el sol de las mañanas en el río, en el que, por cierto, no te bañas. Grasienta y algo pegajosa, con los poros tupidos del pote que utilizas para restaurar tu rostro. Algunas espinillas se enrojecen en sus bordes, y se muestran aún más virulentas. Algo de vello rojizo corona tu labio superior, un ligero mostacho que se mueve con el viento. Me crispa, pero tú no te lo depilas. Ininteligiblemente lo muestras al mundo y se nota su aproximación en la oscuridad. Sombras impenetrables bajo ese bigote. Al final se acabarán confundiendo con los pelos que escapan despavoridos de tus fosas nasales.

Tu barbilla es muy prominente y puntiaguda, también poblada por un extraño vello anaranjado. Sobresale el mentón descaradamente sobre el resto de la cara, aunque ya dudo si es por tu belleza natural o porque esas dos verrugas que lo coronan llaman la atención sobremanera. En cada verruga tienes una espinilla, sucia además, de las que sobresalen unos pelos negros y rizados que se arquean hacia tu cuello... Tu cuello...

Tu cuello, corto y gordo. No te vale ningún collar. Posees una papada que se resbala poco a poco hacia tu pecho. Algunos granos le dan algo de vida, tiznando tu pescuezo de un color verdoso purulento. A veces me recuerda al moco de pavo.

Jamás has dejado y nunca dejarás de moquear. De tu nariz gruesa y abultada, ligeramente aguileña, siempre cuelga una indestructible flema verde fosforescente. Es impresionante ese lunar tan grande que cubre parte de la punta de tu nariz. Es suave y afieltrado, por la espesa melena que lo cubre. Se asemeja a una crisálida plasmada en mitad de tu rostro.

Recuerdo cuando me agarraste con tus manos rudas y gruesas. Manos de mujer labriega, con sus callos y las uñas ennegrecidas. ¡Qué tarde has descubierto el jabón! Sentí tus asperezas en mis manos, que hasta entonces eran suaves e impolutas. Aún entre tus uñas se conservan restos del aceite de tu tractor, el que utilizas para recoger cebada. Me manchaste con el aceite y con restos de mostaza, que ahora sé que pigmentan tu piel. Pero tus manos me sujetaron fuerte, mientras posiblemente mirabas a la inopia. A mí desde luego no me veías. Además se te ocurrió la genial idea de poner tu número 46 de pies sobre los míos, destrozándome los tendones. Me tenías aferrado tan firmemente que nada hubiera podido hacer para escapar de tu ansia.

Estrechaste tu cuerpo rechoncho contra el mío, notando que las prótesis de silicona que te habían puesto estaban mal colocadas, diría incluso que mal cosidas. Tus michelines me daban un calor enorme, y tu falda de tela de saco raspaban mis muslos, contra los que no cesabas de frotarte. Tus pechos caídos rozaban en mi estómago, y eso que eres más alta que yo unos diez centímetros.

Entre el estupor que me habías causado percibí de mala gana tu perfume natural. Desprendías, y aún desprendes, un “ligero” tufo a sudor de cabra mezclado con un potente olor a chorizo putrefacto con queso, un hedor tan horripilante e insolente, tan asqueroso y vomitivo, tan lamentable, repugnante e insoportable, que no podía resistir la tentación de darte dos patadas y escapar, sin embargo lo que hice fue soltarme de tus garras dos segundos y empuñar un ambientador de spray para los baños del bar con olor a pino. Aferraste de nuevo mis manos, pero aún así fui capaz de agitar el ambientador y rociarlo por tu maldito cuerpo y por tu pelo, que seguía emanando grasa y caspa, por supuesto de color naranja.

Instantáneamente se hizo un vacío a nuestro alrededor. El olor a pino descompuesto del ambientador sumado a tus emanaciones generaron una atmósfera irrespirable, podría a afirmar que incluso tomó color pero ya no lo vi, porque mis ojos se llenaron de lágrimas alérgicas que no me dejaron ver el ambiente creado.

Lo que sí pude ver, y sentir, fue cuando abriste la boca y exhalaste tu aliento contra mi rostro. Un olor a basurero o a granja de cerdo invadió mi alma. Mis piernas flaquearon, mis ojos se salieron de sus órbitas, y la cabeza me daba mil vueltas. Quise evadirme de mi cuerpo en aquel preciso momento, mas no pude. No fui capaz.

Vi tu dentadura. Como todo en ti es contraria a cualquier ideal de belleza. Tus dientes estaban ordenados abstractamente, con alturas extrañas, separados unos de otros o montados. El color marfil que antaño deberías haber lucido había dado paso a un color extraordinariamente negro en la base de tus piezas dentarias. La acumulación de sarro tan salvaje que posees sólo es comparable con las toneladas de mierda que se incineran cada día en una granja de vacas locas. Creo que posees la mayor acumulación de sarro y placa bacteriana en todo el continente. Las bacterias de tu placa no son absolutamente normales. Bacterias que miden más de dos milímetros, y que las ves correr entre tus dientes no es corriente entre la población humana. Para colmo presentas una difiodoncia en tus dientes incisivos superiores, exacta a la de los Lagomorfos, osea, los conejos. Ahí es donde nace la maldad de tu halitosis.

Tus muelas picadas presentan huecos tan enormes que hubieras sido capaz de guardar en ellos una tableta entera de chocolate. Desafortunadamente los tienes alquilados como chalets para las bacterias.

En la entrada de tu boca te tuvieron que tatuar un símbolo de “Peligro, Emanación de Gases Letales”, ya que entre tanta podredumbre incluso te había nacido moho, despidiendo gases con peligro para la salud pública.

A todo esto, yo no había soltado el bote de ambientador, y seguía expulsando el producto sobre tu tórax, dejándote una mancha que resbalaba por tu canalillo.

Sin más, y estando yo más en el otro barrio que en este, acercaste tus labios con la intención de besarme. Observé cómo por el esfuerzo te sangraron las encías, pero no un sangrado normal, sino una mezcla de sangre podrida con pus que resbaló por los entresijos de tu boca. Me retiré, quise poner resistencia, pero utilizaste tus dotes de víbora, so guarra, y me eructaste en plena cara. Aquello fue como una anestesia. Caí redondo en mi inconsciencia, y fue cuando aprovechaste para besarme.

Tan sólo fueron dos segundos, pero tan inmensamente largos... Jamás pensé que un periodo de tiempo tan sumamente corto pudiera hacerse tan eterno.

Tu hediondez me traspasó el esófago, tus dientes tocaron los míos. Tu bigote rozó mi labio superior y una de tus múltiples espinillas reventó salpicándome las mejillas. Tus labios llenos de herpes se movían de una manera viscosa, como una medusa en su medio natural. Lo peor de todo estaba a punto de suceder. Mientras el lunar peludo de tu nariz barría mi cara, las verrugas de tu lengua se exaltaban en mi boca emergiendo y abultándose, llegándome incluso hasta la campanilla. Sin duda cuando quise darme cuenta ya había tocado los pelos de tu paladar, que más que pelos eran cerdas de lo duras que eran. Una bacteria trató de escapar de tu boca achacosa, y se fugaba por la comisura de tus labios, pero con un gesto rápido de verruga de lengua la volviste a encerrar.

El ambientador seguía emanando hacia tus pechos, que rápidamente habían reaccionado alérgicamente y se habían inflamado de una manera atroz. Tus pestañas postizas peinaron las mías, y tu eterna legaña hizo pestañing (puenting para legañas) y fue a caer en mi mejilla derecha, sobre los restos grasientos de tu espinilla explotada, por lo que resbaló por mi cara acercándose peligrosamente a la comisura de tus labios, donde la misma bacteria aprovechó, y cogiendo el tren de la grasa cayeron juntas hacia el abismo. Antes de estrellarse fueron rociadas por una fuerte cantidad de ambientador revenido, lo que las hizo aumentar de tamaño súbitamente. Chocaron con violencia contra las malas costuras de tus pezones, lo que hizo que reventaran y que tus prótesis salieran disparadas contra mí, provocando nuestra separación, en definitiva, mi liberación.

Tú fuiste impulsada escaleras abajo, rebotando en los escalones debido a la elasticidad de tu culo. Yo por el contrario choqué contra una ventana, rompiéndola y cayendo a un tejado profundamente perturbado por lo que había sucedido en esos segundos.

Las prótesis siguieron su trayectoria vertiginosamente acelerada hasta caer en una caja de alimentos que alguien transportaba hacia el Restaurante Chino “Tea & Tas” famoso en la ciudad por servir suculentos platos de comida china con nombres eróticos y panes con formas pornolúdicas.

Al menos yo caí sobre un tejado, y aunque me disloqué una muñeca, mis problemas no pasaron de ahí.

Sin embargo tú, que rodaste por las escaleras de acceso a la planta inferior, rebotaste en los escalones, como un balón de baloncesto en la cancha. Causaste el pánico entre la gente que estaba tomándose allí sus copas, escuchando música con alborozo. De pronto vieron aparecer una enorme bola cayendo por las escaleras, rebotando y gritando palabras incoherentes y agudas. Las niñas se llevaron las manos a los pelos, gritándose unas a otras, asustadas porque se les venía el mundo encima.

Todo el mundo corrió sin dirección para no morir aplastado. Todos excepto un chaval embriagado, que creyó ver una enorme pelota de feria viniendo hacia él, y se dispuso a recibirla con las manos abiertas. La suerte quiso que sus manos se incrustaran en los huecos que las prótesis te habían dejado en los pechos, y todo el peso de tu cuerpo cayera irremediablemente sobre él. El chico quedó impactado tras ser aplastado, y cuando tuvo consciencia de que no eras ninguna pelota gritó, aún con las manos en tus pechos. Tú algo conmocionada, en vez de gritar le eructaste, lo que puso histérico a aquel chaval embriagado. Como pudo te levantó, y la verdad es que no sé de dónde sacó tanta fuerza, y sin dejar de gritar te lanzó contra las escaleras, cayendo inmediatamente desmayado.

Tú rebotaste, y fuiste a estrellarte directamente contra la cabina de música, donde el pincha bailaba una canción de Rocío Jurado. El estruendo fue tremendo. Los daños incalculables. El equipo quedó destrozado, los discos volando, y la música se cortó repentinamente mientras el dj agonizaba entre cables, vidrios y discos de Tamara. La gente espantada hacía corro alrededor de la cabina descuartizada, pero nadie decía ni una palabra.

La última canción que sonó en aquella noche de fiesta fue una canción de Cañita Brava que el láser del reproductor de Cd’s destrozado leyó sobre las huellas digitales de tus pies. Finalmente lo último que se oyó antes de que vinieran varias ambulancias fue un tremendo eructo que soltaste antes de caer desmayada, y que hicieron temblar los cimientos del edificio. Yo lo noté porque aún seguía en el tejado, semiinconsciente, con el bote de ambientador en la mano purificando el aire de la calle, el cual tuve que abandonar para sujetarme a las tejas y no caerme de la altura de dos pisos mientras duraba el temblor de tu flatulencia.

Tres meses después, y tras incesantes visitas al odontólogo para desinfectar mi boca, por fin he conseguido olvidarte y superar el trauma que me embargaba.

Lo único que me gustaría conocer es en qué suculento plato habrán ido incluidas tus prótesis, y sobre todo quién habrá tenido el valor de comérselas.